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La Ilustración es un movimiento cultural que nace en el siglo XVIII y que tiene como fundamentos el espíritu crítico y el predominio de la razón.
En el plano estético, se busca la «noble sencillez y quieta grandeza» (edle Einfalt und stille Grîsse) kantiana o, en palabras del español Luzán, «la unidad, la regularidad y la proporción». Se pretende, pues, una belleza no sobrecargada como la barroca, sino solemne y estatuaria, que rebasa los límites naturales, pues se realiza en las obras de arte a través de la imitación, cuya idea incluye necesariamente la de elevarse sobre la naturaleza ordinaria.
El siglo XVIII se abre en España con la Guerra de Sucesión (1701-1714): las potencias europeas, temerosas ante el poder que podía obtener el rey francés Luis XIV si su sobrino Felipe de Anjou accedía al trono español, apoyan las aspiraciones sucesorias del Archiduque Carlos de Austria.
Tras trece años de lucha, se firma el Tratado de Utrech que supone -entre otras cosas- el reconocimiento de Felipe V como rey de las Españas y su renuncia a cualquier pretensión sobre el trono francés.
La instauración en nuestro territorio de la dinastía borbónica propició que el pensamiento galo influyera poderosamente sobre los diferentes aspectos de la política, la cultura y las costumbres hispanas.
En líneas generales, la nueva monarquía favoreció la penetración en nuestro país de las ideas ilustradas, que entraron a través de diferentes vías:
La poesía española del siglo XVIII no es uniforme, sino que muestra diferentes tendencias:
La poesía del siglo XVIII se desarrolla en tres grandes núcleos: el salmantino, el madrileño y el sevillano.
Se desarrolló en torno a su Universidad y tiene como principales representantes a Cadalso, Meléndez Valdés, y Jovellanos.
Meléndez Valdés
Considerado uno de los mejores poetas del siglo XVIII, fue catedrático en Salamanca, donde mantuvo amistades con Cadalso y Jovellanos. Como jurista, ocupó destinos en Zaragoza, Valladolid y finalmente en Madrid, donde fue fiscal del Supremo. Partidario de Napoleón durante la guerra de Independencia, hubo de exiliarse tras la derrota del ejército francés.
Algunas de sus composiciones representan la cima del gusto rococó hispano. Lo rococó supone una estructura sencilla, una decoración compleja, un contenido ambiguo, unas formas despreocupadas y galantes. Sus temas son la alegría de vivir, los amores gozosos, los banquetes, los bailes y las danzas en el ambiente pastoril. La estrofa preferida es el romancillo heptasílabo. Como características de este estilo debemos destacar:
El mismo aire del estilo rococó encontramos en otros género poéticos que cultivó a lo largo de su vida literaria:
Con Los besos de amor, Meléndez Valdés rinde tributo a la poesía erótica, moda que cautivó a parte importante de los escritores del XVIII. Sin embargo, no cae en lo grosero, ya que utiliza un lenguaje alusivo con valores poéticos.
A partir de 1776 inicia una poesía de estilo neoclásico, enriquecida con reflexiones morales. La primera composición escrita bajo esta nueva inspiración fue la oda "La noche y la soledad", de inspiración horaciana.
También debemos destacar sus églogas, en las que recupera los tópicos pastoriles de la bucólica clásica y de los modelos renacentistas (Garcilaso, Fray Luis de León).
Las Epístolas de Meléndez son de ascendencia clásica con respecto a la forma, pero islustradas en cuanto al contenido:
Para este tipo de composiciones se vale del verso endecasílabo, que favorece el ritmo reposado del pensamiento, agrupados en tercetos o con rima libre.
Otro de los subgéneros poéticos de mayor entidad en su producción, por número y densidad, es el de las odas filosóficas y sagradas, dominadas por un tono meditativo e inspiradas en los clásicos y en Fray Luis de León. Son poemas en los que intenta hacer frente a los reveses vitales buscando razones morales y religiosas. La métrica de las odas combina los versos heptasílabos y endecasílabos.
La poesía de sus últimos años adopta un tono sentimental que preludia la mentalidad romántica.
Meléndez fue también autor teatral. Su única obra completa es Las bodas de Camacho el rico. Escrita en cinco actos, es un drama pastoral, al estilo de los que se escribía en Italia y Francia. La fuente del argumento es un episodio del Quijote (II, caps. 19-22).
Su prosa se recoge en los Discursos forenses, que no se publicarán hasta 1821. Versan sobre varios sucesos criminales en los que intervino como fiscal. Estos documentos le sirven para proyectar su espíritu progresista de hombre ilustrado.
Estuvo formado por Ramón de la Cruz, Iriarte, Samaniego, Nicolás Fernández de Moratín y Leandro Fernández de Moratín.
Ramón de la Cruz
Aunque escribió traducciones, imitaciones y adaptaciones de trágicos franceses, comedias y zarzuelas, es conocido por los más de 300 sainetes que compuso. Escritos por encargo de los actores para amenizar los entreactos de las obras serias, gozaron en su día del éxito y la aceptación popular, a pesar de ser desdeñados por la élite ilustrada que los juzgaba vulgares y de escasa enseñanza moral.
Tomás de Iriarte
Si bien escribió comedias reformistas, como El señorito mimado (contra la mala educación de los jóvenes de la época) y su réplica femenina, La señorita malcriada o Hacer que hacemos; no obstante, la verdadera fama de Iriarte se debe a sus Fábulas literarias, inspiradas en el ideal neoclásico del docere et delectare y no exentas de originalidad, al menos en lo que respecta a la forma.
Félix María Samaniego
Estudió en Francia, donde adoptó las ideas enciclopedistas de la época. Su obra más importante fue Fábulas morales (1781-1784), que escribió para los alumnos del Real Seminario Vascongado, siguiendo al francés La Fontaine.
También es autor de una colección erótico-burlesca de narraciones en verso, conocida actualmente como El jardín de Venus.
Nicolás Fernández de Moratín
Aunque es recordado por su producción dramática (compuso una comedia, La petimetra, y tres tragedias: Lucrecia, Hormesinda y Guzmán el Bueno), también escribió poemas largos y breves (La Diana o arte de la caza, El arte de las putas, Fiesta de toros en Madrid).
De ella destacaremos a los poetas José Marchena (1768-1820) y Alberto Lista (1775-1848).
José Marchena
José Marchena Ruiz de Cueto, más conocido como el abate Marchena, fue uno de los humanistas andaluces más prolíficos de la segunda mitad del siglo XVIII.
Además de muchas traducciones a partir de lenguas modernas (el Contrato social de Rousseau, por citar una), realizó versiones de diferentes autores clásicos latinos (suya es, por ejemplo, la primera traducción al castellano del De rerum natura de Lucrecio).
José Marchena fue también un político, poeta y fundador de periódicos como El Observador, La Gaceta de la libertad y de la igualdad, Le Spectateur français y La Abeja Española.
Alberto Lista
Profesor y poeta de formación neoclásica pero de gustos en extremo eclécticos. Sus discípulos recibieron una instrucción literaria que excedía con mucho a la rígidamente preceptuada en la Poética de Luzán. Lista, con una amplitud de criterios impropia en un neoclásico, elogió a Góngora y a Lope y conoció y valoró la poesía popular.
Aunque la narrativa es muy poco cultivada en este periodo (Vida de Diego de Torres y Villarroel, Fray Gerundio de Campazas del Padre Isla), sí que abunda la que podríamos denominar prosa educativa y doctrinal, cuyo fin más importante es la reforma de las costumbres. En este campo destacan:
Fray Benito Jerónimo Feijoo
Nacido en Orense en 1676 y muerto en Oviedo en 1764, su saber se plasmó en multitud de ensayos que agrupó bajo los títulos de Teatro crítico universal (ocho tomos: 1726-1739) y Cartas eruditas y curiosas (cinco volúmenes: 1742-1760).
Feijoo consideraba imprescindible sacar a España de su atraso y por ello su obra es de eminente carácter didáctico, marcadamente católico, es cierto, pero con la intención de que las nuevas corrientes empíricas y racionales arraigasen, al menos, en las clases cultas.
Su producción abarca campos muy diversos, como la economía, la política, la astronomía, las matemáticas, la física, la historia, la religión, etc.
Su estilo se caracterizó por la sencillez, naturalidad y claridad.
Gaspar Melchor de Jovellanos
Jovellanos (Gijón, 1744 - Puerto de Vega, Asturias, 1811) es probablemente el ensayista más importante del siglo XVIII gracias a los puestos que desempeñó en la Administración (alcalde de Casa y Corte, ministro de Gracia y Justicia, Consejero de Estado, de la Junta Central que hacía frente al ejército napoleónico).
José Cadalso
Cadalso (1741 - 1782) es otro de los grandes prosistas españoles del siglo XVIII, aunque tocó los restantes géneros literarios.
Existen tres tendencias en el teatro dieciochesco español:
Está formada por los dramaturgos que se ajustan aún al canon barroco. Especialmente importantes son los epígonos de Calderón. Triunfan -por lo tanto- las comedias de enredo, de magia, de milagros de santos y de historia. Para la aristocracia, se montan zarzuelas y óperas al gusto italiano.
Los sainetes y Ramón de la Cruz son las verdaderas estrellas de esta tendencia.
Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla.
Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla, nació en Madrid, el 28 de marzo de 1731 y murió en ibíd, el 5 de marzo de 1794, autor dramático español.
Escribió tragedias y comedias en las que imitó singularmente a Pietro Metastasio, Jean Racine y Voltaire. Tradujo también obras de estos autores.
Adaptó algunos textos del teatro clásico español, como Andrómeda y Perseo de Calderón e Ifigenia de José de Cañizares. Por último se consagró al sainete popular con gran éxito, de los que produjo más de trescientos, lo que le atrajo la hostilidad de los estilistas del Neoclasicismo, partidarios de un arte más idealizado y educativo.
El propio Ramón de la Cruz intentó reunir su obra, que publicó en una colección incompleta de diez tomos durante 1786 y1791.
Adopta las nuevas modas que llegan de Francia. En consecuencia, se impuso la razón y la armonía como norma. Se acató la llamada «regla de las tres unidades», que exigía una única acción, un solo escenario y un tiempo cronológico coherente en el desarrollo de la acción dramática. Se estableció la separación de lo cómico y lo trágico. Se impuso la contención imaginativa, eliminando todo aquello que se consideraba exagerado o de «mal gusto». Se adoptó una finalidad educativa y moralizante, que sirviera para difundir los valores universales de la cultura y el progreso.
El autor más representativo de esta corriente fue Leandro Fernández de Moratín, creador de lo que se ha dado en llamar «comedia moratiniana», con la que ridiculizó los vicios de su época, en un claro intento de convertir el teatro en un vehículo para cambiar las costumbres.
Aunque normalmente olvidada por los libros de texto, el ideal de belleza neoclásico se encarna, sobre todo, en las tragedias, que por entonces eran entendidas como imitación de la vida de los héroes, sujetos más que otros por razón de estado, a pasiones violentas y catástrofes. Es un teatro que privilegia la estaticidad sobre el dinamismo y que se ajusta rigurosamente a las famosas reglas de las tres unidades (de tiempo, lugar y acción).
Los personajes se caracterizan por mostrarse constantes a lo largo de todo el drama al carácter o genio que manifestó al principio; es decir, son personajes inmóviles, que no evolucionan a lo largo de la obra.
El tragediógrafo neoclásico -fiel al espíritu de la época- rechaza toda la hinchazón culterana y adopta un lenguaje inspirado en esa sencilla nobleza que postulaba Kant. En las tragedias, ese ideal se realizó a través de un compromiso entre un lenguaje de fondo coloquial y prosaico y los recursos de la retórica, que intentaban realzarlo para conseguir el tono solemne, o sublime, que requería la calidad de los personajes. Esta gravedad la consiguen a través de un lenguaje muy metonímico y sentencioso. La pieza trágica neoclásica se califica preferentemente como opus oratorium, en el cual las réplicas de los personajes cuentan mucho más por las enseñanzas que dirigen al público que al desarrollo de la trama. Así, la tragedia se convierte en una función que esencialmente hay que oír. Además, al hablar, no dialogan verdaderamente con los demás actantes presentes en la escena, ya que se dirigen esencialmente al público.
Esta concepción dramática influye, naturalmente, en la puesta en escena y en la interpretación. Así, se le quita mucha importancia al decorado, se impone que los actores ocupen siempre todo el espacio de las tablas y que diesen constantemente la cara al público, cosa lógica, siendo éste el verdadero destinatario del mensaje.
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La Ilustración es un movimiento cultural que nace en el siglo XVIII y que tiene como fundamentos el espíritu crítico y el predominio de la razón.
En el plano estético, se busca la «noble sencillez y quieta grandeza» (edle Einfalt und stille Grîsse) kantiana o, en palabras del español Luzán, «la unidad, la regularidad y la proporción». Se pretende, pues, una belleza no sobrecargada como la barroca, sino solemne y estatuaria, que rebasa los límites naturales, pues se realiza en las obras de arte a través de la imitación, cuya idea incluye necesariamente la de elevarse sobre la naturaleza ordinaria.
El siglo XVIII se abre en España con la Guerra de Sucesión (1701-1714): las potencias europeas, temerosas ante el poder que podía obtener el rey francés Luis XIV si su sobrino Felipe de Anjou accedía al trono español, apoyan las aspiraciones sucesorias del Archiduque Carlos de Austria.
Tras trece años de lucha, se firma el Tratado de Utrech que supone -entre otras cosas- el reconocimiento de Felipe V como rey de las Españas y su renuncia a cualquier pretensión sobre el trono francés.
La instauración en nuestro territorio de la dinastía borbónica propició que el pensamiento galo influyera poderosamente sobre los diferentes aspectos de la política, la cultura y las costumbres hispanas.
En líneas generales, la nueva monarquía favoreció la penetración en nuestro país de las ideas ilustradas, que entraron a través de diferentes vías:
La poesía española del siglo XVIII no es uniforme, sino que muestra diferentes tendencias:
La poesía del siglo XVIII se desarrolla en tres grandes núcleos: el salmantino, el madrileño y el sevillano.
Se desarrolló en torno a su Universidad y tiene como principales representantes a Cadalso, Meléndez Valdés, y Jovellanos.
Meléndez Valdés
Considerado uno de los mejores poetas del siglo XVIII, fue catedrático en Salamanca, donde mantuvo amistades con Cadalso y Jovellanos. Como jurista, ocupó destinos en Zaragoza, Valladolid y finalmente en Madrid, donde fue fiscal del Supremo. Partidario de Napoleón durante la guerra de Independencia, hubo de exiliarse tras la derrota del ejército francés.
Algunas de sus composiciones representan la cima del gusto rococó hispano. Lo rococó supone una estructura sencilla, una decoración compleja, un contenido ambiguo, unas formas despreocupadas y galantes. Sus temas son la alegría de vivir, los amores gozosos, los banquetes, los bailes y las danzas en el ambiente pastoril. La estrofa preferida es el romancillo heptasílabo. Como características de este estilo debemos destacar:
El mismo aire del estilo rococó encontramos en otros género poéticos que cultivó a lo largo de su vida literaria:
Con Los besos de amor, Meléndez Valdés rinde tributo a la poesía erótica, moda que cautivó a parte importante de los escritores del XVIII. Sin embargo, no cae en lo grosero, ya que utiliza un lenguaje alusivo con valores poéticos.
A partir de 1776 inicia una poesía de estilo neoclásico, enriquecida con reflexiones morales. La primera composición escrita bajo esta nueva inspiración fue la oda "La noche y la soledad", de inspiración horaciana.
También debemos destacar sus églogas, en las que recupera los tópicos pastoriles de la bucólica clásica y de los modelos renacentistas (Garcilaso, Fray Luis de León).
Las Epístolas de Meléndez son de ascendencia clásica con respecto a la forma, pero islustradas en cuanto al contenido:
Para este tipo de composiciones se vale del verso endecasílabo, que favorece el ritmo reposado del pensamiento, agrupados en tercetos o con rima libre.
Otro de los subgéneros poéticos de mayor entidad en su producción, por número y densidad, es el de las odas filosóficas y sagradas, dominadas por un tono meditativo e inspiradas en los clásicos y en Fray Luis de León. Son poemas en los que intenta hacer frente a los reveses vitales buscando razones morales y religiosas. La métrica de las odas combina los versos heptasílabos y endecasílabos.
La poesía de sus últimos años adopta un tono sentimental que preludia la mentalidad romántica.
Meléndez fue también autor teatral. Su única obra completa es Las bodas de Camacho el rico. Escrita en cinco actos, es un drama pastoral, al estilo de los que se escribía en Italia y Francia. La fuente del argumento es un episodio del Quijote (II, caps. 19-22).
Su prosa se recoge en los Discursos forenses, que no se publicarán hasta 1821. Versan sobre varios sucesos criminales en los que intervino como fiscal. Estos documentos le sirven para proyectar su espíritu progresista de hombre ilustrado.
Estuvo formado por Ramón de la Cruz, Iriarte, Samaniego, Nicolás Fernández de Moratín y Leandro Fernández de Moratín.
Ramón de la Cruz
Aunque escribió traducciones, imitaciones y adaptaciones de trágicos franceses, comedias y zarzuelas, es conocido por los más de 300 sainetes que compuso. Escritos por encargo de los actores para amenizar los entreactos de las obras serias, gozaron en su día del éxito y la aceptación popular, a pesar de ser desdeñados por la élite ilustrada que los juzgaba vulgares y de escasa enseñanza moral.
Tomás de Iriarte
Si bien escribió comedias reformistas, como El señorito mimado (contra la mala educación de los jóvenes de la época) y su réplica femenina, La señorita malcriada o Hacer que hacemos; no obstante, la verdadera fama de Iriarte se debe a sus Fábulas literarias, inspiradas en el ideal neoclásico del docere et delectare y no exentas de originalidad, al menos en lo que respecta a la forma.
Félix María Samaniego
Estudió en Francia, donde adoptó las ideas enciclopedistas de la época. Su obra más importante fue Fábulas morales (1781-1784), que escribió para los alumnos del Real Seminario Vascongado, siguiendo al francés La Fontaine.
También es autor de una colección erótico-burlesca de narraciones en verso, conocida actualmente como El jardín de Venus.
Nicolás Fernández de Moratín
Aunque es recordado por su producción dramática (compuso una comedia, La petimetra, y tres tragedias: Lucrecia, Hormesinda y Guzmán el Bueno), también escribió poemas largos y breves (La Diana o arte de la caza, El arte de las putas, Fiesta de toros en Madrid).
De ella destacaremos a los poetas José Marchena (1768-1820) y Alberto Lista (1775-1848).
José Marchena
José Marchena Ruiz de Cueto, más conocido como el abate Marchena, fue uno de los humanistas andaluces más prolíficos de la segunda mitad del siglo XVIII.
Además de muchas traducciones a partir de lenguas modernas (el Contrato social de Rousseau, por citar una), realizó versiones de diferentes autores clásicos latinos (suya es, por ejemplo, la primera traducción al castellano del De rerum natura de Lucrecio).
José Marchena fue también un político, poeta y fundador de periódicos como El Observador, La Gaceta de la libertad y de la igualdad, Le Spectateur français y La Abeja Española.
Alberto Lista
Profesor y poeta de formación neoclásica pero de gustos en extremo eclécticos. Sus discípulos recibieron una instrucción literaria que excedía con mucho a la rígidamente preceptuada en la Poética de Luzán. Lista, con una amplitud de criterios impropia en un neoclásico, elogió a Góngora y a Lope y conoció y valoró la poesía popular.
Aunque la narrativa es muy poco cultivada en este periodo (Vida de Diego de Torres y Villarroel, Fray Gerundio de Campazas del Padre Isla), sí que abunda la que podríamos denominar prosa educativa y doctrinal, cuyo fin más importante es la reforma de las costumbres. En este campo destacan:
Fray Benito Jerónimo Feijoo
Nacido en Orense en 1676 y muerto en Oviedo en 1764, su saber se plasmó en multitud de ensayos que agrupó bajo los títulos de Teatro crítico universal (ocho tomos: 1726-1739) y Cartas eruditas y curiosas (cinco volúmenes: 1742-1760).
Feijoo consideraba imprescindible sacar a España de su atraso y por ello su obra es de eminente carácter didáctico, marcadamente católico, es cierto, pero con la intención de que las nuevas corrientes empíricas y racionales arraigasen, al menos, en las clases cultas.
Su producción abarca campos muy diversos, como la economía, la política, la astronomía, las matemáticas, la física, la historia, la religión, etc.
Su estilo se caracterizó por la sencillez, naturalidad y claridad.
Gaspar Melchor de Jovellanos
Jovellanos (Gijón, 1744 - Puerto de Vega, Asturias, 1811) es probablemente el ensayista más importante del siglo XVIII gracias a los puestos que desempeñó en la Administración (alcalde de Casa y Corte, ministro de Gracia y Justicia, Consejero de Estado, de la Junta Central que hacía frente al ejército napoleónico).
José Cadalso
Cadalso (1741 - 1782) es otro de los grandes prosistas españoles del siglo XVIII, aunque tocó los restantes géneros literarios.
Existen tres tendencias en el teatro dieciochesco español:
Está formada por los dramaturgos que se ajustan aún al canon barroco. Especialmente importantes son los epígonos de Calderón. Triunfan -por lo tanto- las comedias de enredo, de magia, de milagros de santos y de historia. Para la aristocracia, se montan zarzuelas y óperas al gusto italiano.
Los sainetes y Ramón de la Cruz son las verdaderas estrellas de esta tendencia.
Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla.
Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla, nació en Madrid, el 28 de marzo de 1731 y murió en ibíd, el 5 de marzo de 1794, autor dramático español.
Escribió tragedias y comedias en las que imitó singularmente a Pietro Metastasio, Jean Racine y Voltaire. Tradujo también obras de estos autores.
Adaptó algunos textos del teatro clásico español, como Andrómeda y Perseo de Calderón e Ifigenia de José de Cañizares. Por último se consagró al sainete popular con gran éxito, de los que produjo más de trescientos, lo que le atrajo la hostilidad de los estilistas del Neoclasicismo, partidarios de un arte más idealizado y educativo.
El propio Ramón de la Cruz intentó reunir su obra, que publicó en una colección incompleta de diez tomos durante 1786 y1791.
Adopta las nuevas modas que llegan de Francia. En consecuencia, se impuso la razón y la armonía como norma. Se acató la llamada «regla de las tres unidades», que exigía una única acción, un solo escenario y un tiempo cronológico coherente en el desarrollo de la acción dramática. Se estableció la separación de lo cómico y lo trágico. Se impuso la contención imaginativa, eliminando todo aquello que se consideraba exagerado o de «mal gusto». Se adoptó una finalidad educativa y moralizante, que sirviera para difundir los valores universales de la cultura y el progreso.
El autor más representativo de esta corriente fue Leandro Fernández de Moratín, creador de lo que se ha dado en llamar «comedia moratiniana», con la que ridiculizó los vicios de su época, en un claro intento de convertir el teatro en un vehículo para cambiar las costumbres.
Aunque normalmente olvidada por los libros de texto, el ideal de belleza neoclásico se encarna, sobre todo, en las tragedias, que por entonces eran entendidas como imitación de la vida de los héroes, sujetos más que otros por razón de estado, a pasiones violentas y catástrofes. Es un teatro que privilegia la estaticidad sobre el dinamismo y que se ajusta rigurosamente a las famosas reglas de las tres unidades (de tiempo, lugar y acción).
Los personajes se caracterizan por mostrarse constantes a lo largo de todo el drama al carácter o genio que manifestó al principio; es decir, son personajes inmóviles, que no evolucionan a lo largo de la obra.
El tragediógrafo neoclásico -fiel al espíritu de la época- rechaza toda la hinchazón culterana y adopta un lenguaje inspirado en esa sencilla nobleza que postulaba Kant. En las tragedias, ese ideal se realizó a través de un compromiso entre un lenguaje de fondo coloquial y prosaico y los recursos de la retórica, que intentaban realzarlo para conseguir el tono solemne, o sublime, que requería la calidad de los personajes. Esta gravedad la consiguen a través de un lenguaje muy metonímico y sentencioso. La pieza trágica neoclásica se califica preferentemente como opus oratorium, en el cual las réplicas de los personajes cuentan mucho más por las enseñanzas que dirigen al público que al desarrollo de la trama. Así, la tragedia se convierte en una función que esencialmente hay que oír. Además, al hablar, no dialogan verdaderamente con los demás actantes presentes en la escena, ya que se dirigen esencialmente al público.
Esta concepción dramática influye, naturalmente, en la puesta en escena y en la interpretación. Así, se le quita mucha importancia al decorado, se impone que los actores ocupen siempre todo el espacio de las tablas y que diesen constantemente la cara al público, cosa lógica, siendo éste el verdadero destinatario del mensaje.
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