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El estallido de la guerra civil española conmocionó la escena teatral. La calidad de las obras decayó en favor de la política de propagandas de las distintas ideologías. Hubo sin embargo interesantes iniciativas durante ese controvertido periodo; así, por ejemplo, el trabajo de investigación de Rivas Cherif y su grupo El Caracol, o fenómenos de raíz universitaria, como El Búho, de Max Aub, o La Barraca, de Eduardo Ugarte y Federico García Lorca, nacida al comienzo de la Segunda República e integrada dentro del proyecto gubernamental de las Misiones Pedagógicas, pretendiendo llevar el teatro clásico español a zonas con poca actividad cultural de la península ibérica. Otros jóvenes poetas que se iniciaron en los años de la contienda en un teatro imaginativo más circunstancial que valioso fueron Rafael Alberti y Miguel Hernández.
Una de las consecuencias más devastadoras del conflicto bélico del treintaiséis fue, en el contexto teatral, la desbandada de un importante grupo de autores que se diseminaron por el mundo en el camino del exilio español.
El teatro de humor de posguerra tuvo sus mejores representantes en Jardiel Poncela y en Miguel Mihura, acompañados, en una línea más tradicional, por Tono Andreu, Álvaro de Laiglesia y Carlos y Jorge Llopis. Muchos de ellos podrían considerarse herederos del humorismo disparatado y absurdo de Ramón Gómez de la Serna. En su defensa, muchos críticos han coincidido en que el yugo de la censura agudizaba el ingenio y limitaba los campos.
A partir de 1939 continuaron en las carteleras teatrales autores de glorioso pasado, como Jacinto Benavente o Eduardo Marquina, Pedro Muñoz Seca (asesinado en 1936), Carlos Arniches y los hermanos Álvarez Quintero. Junto a ellos hay que anotar a los dramaturgos afectos al régimen que habían iniciado su carrera antes de 1939, o que lo hicieron en los años siguientes, y que, a lo largo de tres décadas, obtuvieron notables éxitos de público: Joaquín Calvo Sotelo, Luis Escobar, Agustín de Foxá, Juan Ignacio Luca de Tena, Edgar Neville o José María Pemán. Muchos de ellos siguieron las pautas del teatro de Benavente, los dramas trascendentes -con tesis de profundidad más aparente que real-, y la defensa de los más rancios valores tradicionales. Paralelamente, cultivaron la comedia de evasión, poética, de corte humorístico, sentimental, fantástico o intrascendente. Se recuperó el drama histórico, con el fin de idealizar el pasado o de reconstruirlo ideológicamente.
A pesar de todo, los textos clásicos y de destacados autores extranjeros tuvieron progresiva acogida en los teatros nacionales Español y María Guerrero, creados en 1940, y con más presencia en los teatros «íntimos» y «de Cámara» y en los grupos universitarios herederos del Teatro Español Universitario.
En 1949, con el estreno de Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, se inicia un cambio importante en el teatro español. Para Gonzalo Torrente Ballester, el público madrileño asistía a las representaciones de dicha obra para «contemplar algo más hondo que la realidad -porque la mentira es una forma de realidad-. Iba a ver la verdad, sencillamente».
Se ha aceptado a Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre, como referentes de la dramaturgia de la segunda mitad del siglo XX. A la sombra de ambos autores surgieron, a partir de la segunda mitad de la década de 1950, diversos dramaturgos, encabezados por Lauro Olmo y José Martín Recuerda, a los que se agrupó bajo la denominación de «Generación realista», si bien poco o nada tenían que ver con el realismo y, como título generacional, fue rechazado por la mayoría de sus supuestos integrantes.
Algunos autores de esta "generación realista" prefirieron apellidar su realismo, así por ejemplo: Sastre, realismo social; Buero, realismo simbolista; Carlos Muñiz, realismo expresionista; Alfredo Mañas y Lauro Olmo, realismo popular; Martín Recuerda y el primer Gómez Arcos, realismo poético (o ibérico); quedando sin apellido otros como: Rodríguez Méndez, Ricardo López Aranda, Antonio Gala, Jaime Salom, etc. Muchos de ellos, pero no todos, se mantuvieron al margen de los experimentos vanguardistas y del teatro del absurdo.
Las angustias existenciales, primero, y las inquietudes sociales, más tarde, habituales también en la poesía, el cine y la narrativa española de la época, adquieren especial relieve en la obra de Antonio Buero Vallejo y en la de Alfonso Sastre, quien funda, en 1950, el TAS (Teatro de Agitación Social) y, en 1960, el Grupo de Teatro Realista (G.T.R.).
A la sombra de ambos autores van a surgir, a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta, diversos dramaturgos —Lauro Olmo, José Martín Recuerda—, a los que habitualmente se agrupa bajo la denominación de Generación realista.
Dichos autores, con la intención de poner al descubierto las injusticias y contradicciones existentes en el seno de la sociedad española, y sin adscripción específica a una ideología concreta, sienten inclinación por un teatro crítico, comprometido y testimonial. También, con el fin de establecer un paralelismo entre el pasado y el presente, cultivan con frecuencia el teatro histórico. Todos ellos se mantuvieron al margen de los experimentos vanguardistas y del teatro del absurdo. Sin embargo, la estética realista deriva, con frecuencia, hacia el esperpento (en Martín Recuerda) y hacia la farsa popular y el ambiente desgarrado del sainete (en Lauro Olmo).
Muy avanzada la década de los sesenta comienza a desarrollarse un teatro de carácter experimental y vanguardista, que ha recibido diversas denominaciones: subterráneo, del silencio, maldito, marginado, inconformista, soterrado, innombrable, encubierto, de alcantarilla, etc. Entre sus representantes, de muy distinta formación y edades, hay que mencionar a: Fernando Arrabal, quien inició su carrera mucho antes, Francisco Nieva, que alcanzará notables éxitos a partir de 1975, y Miguel Romero Esteo, cordobés afincado en Málaga.
Surgen también numerosos grupos independientes —Els Joglars, Els Comediants, La Cuadra, Teatro Libre, etc.— que buscaron con ahínco una línea de trabajo peculiar e inconfundible.
Sin embargo, el tan esperado florecimiento teatral no se produjo. Las obras publicadas o estrenadas en este período de tiempo ofrecen, con pocas excepciones, un interés limitado, y, como consecuencia, el público, que, además, tiene cubiertas, a través del cine y de otras formas de comunicación, sus necesidades de diversión y de verse representado artísticamente, se siente cada vez menos atraído por este género literario.
De los dramaturgos que iniciaron su carrera en décadas precedentes, Antonio Buero Vallejo y Antonio Gala han mantenido una presencia continuada en los escenarios. Los vinculados a la corriente realista que dominó en los años cincuenta y sesenta, en las escasas obras que han podido estrenar, han mostrado, junto a su fidelidad a antiguos presupuestos estéticos, una mayor inclinación por recrear e interpretar asuntos de la historia pasada. Los autores del teatro experimental que proliferó entre 1968 y 1975 han tenido, si se exceptúa a Francisco Nieva, grandes dificultades para dar a conocer sus producciones
A partir de 1975, al compás de los cambios socio-políticos en España, el teatro se vio favorecido por diversos factores:
Sin embargo, el esperado florecimiento teatral no se produjo. La invisibilidad del teatro español (fruto de las circunstancias políticas en el tercio central del siglo XX) pasó a una visibilidad autosatisfecha, aún más dañina, generadora de cantidad antes que calidad, vendedora de "vanguardismos coyunturales posmodernos" y que, finalmente, sustituyó la explosiva necesidad de expresión de los años sesenta por el vicio de expresarse con pretensiones artísticas.
Quizá, las tareas más fructíferas de la gestión de las instituciones, tanto a nivel nacional como autonómico, fueron, antes que productoras, reproductoras, es decir, estancada la creatividad y consentida la autosuficiencia, se le dedicó especial atención a lo más valioso de la historia pasada y reciente del teatro español. Los Festivales de Teatro Clásico, generosamente subvencionados, pudieron promocionar a nivel internacional las mejores páginas de los clásicos.
Y aún más valiosa resultó la tarea del Centro Dramático Nacional, incentivando la participación de profesionales de muy diferentes categorías teatrales en la puesta en escena de una selección de obras singulares, no solo de autores españoles sino de carácter universal. Escritores, actores, escenógrafos, diseñadores de vestuario o figurinistas, fueron admitidos en la élite de los directores de escena consiguiendo resultados originales y sorprendentes.
De los dramaturgos vinculados a la corriente social, más o menos realista, que iniciaron su carrera en décadas precedentes, solo Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre y Antonio Gala mantuvieron una presencia continuada en los escenarios.
Por su parte, autores del teatro experimental que proliferó entre 1968 y 1975, como Joan Brossa, Alfonso Vallejo, José Ruibal, Luis Riaza, algunos de ellos temporalmente exiliados, tuvieron grandes dificultades para dar a conocer sus producciones.
De entre los autores que iniciaron o consolidaron su carrera en estos años de transición, mientras algunos como Álvaro del Amo o Vicente Molina Foix permanecieron fieles a procedimientos vanguardistas e innovadores, otros como Fermín Cabal, Fernando Fernán Gómez, Jesús Campos García y José Sanchís Sinisterra, mezclaron técnicas innovadoras con esquemas tradicionales del sainete, la farsa, el esperpento, la comedia de costumbres, el drama naturalista y el realismo poético y fantástico.
Aunque no son un autor individual, merece destacar en este apartado del teatro de experimentación al grupo La Fura dels Baus.
Entre los más favorecidos en esa línea estuvieron Ana Diosdado y Juan José Alonso Millán, cuyas "comedias de bulevar" iniciadas en la década de 1960 siguieron haciendo taquilla en los setenta y los ochenta.
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El estallido de la guerra civil española conmocionó la escena teatral. La calidad de las obras decayó en favor de la política de propagandas de las distintas ideologías. Hubo sin embargo interesantes iniciativas durante ese controvertido periodo; así, por ejemplo, el trabajo de investigación de Rivas Cherif y su grupo El Caracol, o fenómenos de raíz universitaria, como El Búho, de Max Aub, o La Barraca, de Eduardo Ugarte y Federico García Lorca, nacida al comienzo de la Segunda República e integrada dentro del proyecto gubernamental de las Misiones Pedagógicas, pretendiendo llevar el teatro clásico español a zonas con poca actividad cultural de la península ibérica. Otros jóvenes poetas que se iniciaron en los años de la contienda en un teatro imaginativo más circunstancial que valioso fueron Rafael Alberti y Miguel Hernández.
Una de las consecuencias más devastadoras del conflicto bélico del treintaiséis fue, en el contexto teatral, la desbandada de un importante grupo de autores que se diseminaron por el mundo en el camino del exilio español.
El teatro de humor de posguerra tuvo sus mejores representantes en Jardiel Poncela y en Miguel Mihura, acompañados, en una línea más tradicional, por Tono Andreu, Álvaro de Laiglesia y Carlos y Jorge Llopis. Muchos de ellos podrían considerarse herederos del humorismo disparatado y absurdo de Ramón Gómez de la Serna. En su defensa, muchos críticos han coincidido en que el yugo de la censura agudizaba el ingenio y limitaba los campos.
A partir de 1939 continuaron en las carteleras teatrales autores de glorioso pasado, como Jacinto Benavente o Eduardo Marquina, Pedro Muñoz Seca (asesinado en 1936), Carlos Arniches y los hermanos Álvarez Quintero. Junto a ellos hay que anotar a los dramaturgos afectos al régimen que habían iniciado su carrera antes de 1939, o que lo hicieron en los años siguientes, y que, a lo largo de tres décadas, obtuvieron notables éxitos de público: Joaquín Calvo Sotelo, Luis Escobar, Agustín de Foxá, Juan Ignacio Luca de Tena, Edgar Neville o José María Pemán. Muchos de ellos siguieron las pautas del teatro de Benavente, los dramas trascendentes -con tesis de profundidad más aparente que real-, y la defensa de los más rancios valores tradicionales. Paralelamente, cultivaron la comedia de evasión, poética, de corte humorístico, sentimental, fantástico o intrascendente. Se recuperó el drama histórico, con el fin de idealizar el pasado o de reconstruirlo ideológicamente.
A pesar de todo, los textos clásicos y de destacados autores extranjeros tuvieron progresiva acogida en los teatros nacionales Español y María Guerrero, creados en 1940, y con más presencia en los teatros «íntimos» y «de Cámara» y en los grupos universitarios herederos del Teatro Español Universitario.
En 1949, con el estreno de Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, se inicia un cambio importante en el teatro español. Para Gonzalo Torrente Ballester, el público madrileño asistía a las representaciones de dicha obra para «contemplar algo más hondo que la realidad -porque la mentira es una forma de realidad-. Iba a ver la verdad, sencillamente».
Se ha aceptado a Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre, como referentes de la dramaturgia de la segunda mitad del siglo XX. A la sombra de ambos autores surgieron, a partir de la segunda mitad de la década de 1950, diversos dramaturgos, encabezados por Lauro Olmo y José Martín Recuerda, a los que se agrupó bajo la denominación de «Generación realista», si bien poco o nada tenían que ver con el realismo y, como título generacional, fue rechazado por la mayoría de sus supuestos integrantes.
Algunos autores de esta "generación realista" prefirieron apellidar su realismo, así por ejemplo: Sastre, realismo social; Buero, realismo simbolista; Carlos Muñiz, realismo expresionista; Alfredo Mañas y Lauro Olmo, realismo popular; Martín Recuerda y el primer Gómez Arcos, realismo poético (o ibérico); quedando sin apellido otros como: Rodríguez Méndez, Ricardo López Aranda, Antonio Gala, Jaime Salom, etc. Muchos de ellos, pero no todos, se mantuvieron al margen de los experimentos vanguardistas y del teatro del absurdo.
Las angustias existenciales, primero, y las inquietudes sociales, más tarde, habituales también en la poesía, el cine y la narrativa española de la época, adquieren especial relieve en la obra de Antonio Buero Vallejo y en la de Alfonso Sastre, quien funda, en 1950, el TAS (Teatro de Agitación Social) y, en 1960, el Grupo de Teatro Realista (G.T.R.).
A la sombra de ambos autores van a surgir, a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta, diversos dramaturgos —Lauro Olmo, José Martín Recuerda—, a los que habitualmente se agrupa bajo la denominación de Generación realista.
Dichos autores, con la intención de poner al descubierto las injusticias y contradicciones existentes en el seno de la sociedad española, y sin adscripción específica a una ideología concreta, sienten inclinación por un teatro crítico, comprometido y testimonial. También, con el fin de establecer un paralelismo entre el pasado y el presente, cultivan con frecuencia el teatro histórico. Todos ellos se mantuvieron al margen de los experimentos vanguardistas y del teatro del absurdo. Sin embargo, la estética realista deriva, con frecuencia, hacia el esperpento (en Martín Recuerda) y hacia la farsa popular y el ambiente desgarrado del sainete (en Lauro Olmo).
Muy avanzada la década de los sesenta comienza a desarrollarse un teatro de carácter experimental y vanguardista, que ha recibido diversas denominaciones: subterráneo, del silencio, maldito, marginado, inconformista, soterrado, innombrable, encubierto, de alcantarilla, etc. Entre sus representantes, de muy distinta formación y edades, hay que mencionar a: Fernando Arrabal, quien inició su carrera mucho antes, Francisco Nieva, que alcanzará notables éxitos a partir de 1975, y Miguel Romero Esteo, cordobés afincado en Málaga.
Surgen también numerosos grupos independientes —Els Joglars, Els Comediants, La Cuadra, Teatro Libre, etc.— que buscaron con ahínco una línea de trabajo peculiar e inconfundible.
Sin embargo, el tan esperado florecimiento teatral no se produjo. Las obras publicadas o estrenadas en este período de tiempo ofrecen, con pocas excepciones, un interés limitado, y, como consecuencia, el público, que, además, tiene cubiertas, a través del cine y de otras formas de comunicación, sus necesidades de diversión y de verse representado artísticamente, se siente cada vez menos atraído por este género literario.
De los dramaturgos que iniciaron su carrera en décadas precedentes, Antonio Buero Vallejo y Antonio Gala han mantenido una presencia continuada en los escenarios. Los vinculados a la corriente realista que dominó en los años cincuenta y sesenta, en las escasas obras que han podido estrenar, han mostrado, junto a su fidelidad a antiguos presupuestos estéticos, una mayor inclinación por recrear e interpretar asuntos de la historia pasada. Los autores del teatro experimental que proliferó entre 1968 y 1975 han tenido, si se exceptúa a Francisco Nieva, grandes dificultades para dar a conocer sus producciones
A partir de 1975, al compás de los cambios socio-políticos en España, el teatro se vio favorecido por diversos factores:
Sin embargo, el esperado florecimiento teatral no se produjo. La invisibilidad del teatro español (fruto de las circunstancias políticas en el tercio central del siglo XX) pasó a una visibilidad autosatisfecha, aún más dañina, generadora de cantidad antes que calidad, vendedora de "vanguardismos coyunturales posmodernos" y que, finalmente, sustituyó la explosiva necesidad de expresión de los años sesenta por el vicio de expresarse con pretensiones artísticas.
Quizá, las tareas más fructíferas de la gestión de las instituciones, tanto a nivel nacional como autonómico, fueron, antes que productoras, reproductoras, es decir, estancada la creatividad y consentida la autosuficiencia, se le dedicó especial atención a lo más valioso de la historia pasada y reciente del teatro español. Los Festivales de Teatro Clásico, generosamente subvencionados, pudieron promocionar a nivel internacional las mejores páginas de los clásicos.
Y aún más valiosa resultó la tarea del Centro Dramático Nacional, incentivando la participación de profesionales de muy diferentes categorías teatrales en la puesta en escena de una selección de obras singulares, no solo de autores españoles sino de carácter universal. Escritores, actores, escenógrafos, diseñadores de vestuario o figurinistas, fueron admitidos en la élite de los directores de escena consiguiendo resultados originales y sorprendentes.
De los dramaturgos vinculados a la corriente social, más o menos realista, que iniciaron su carrera en décadas precedentes, solo Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre y Antonio Gala mantuvieron una presencia continuada en los escenarios.
Por su parte, autores del teatro experimental que proliferó entre 1968 y 1975, como Joan Brossa, Alfonso Vallejo, José Ruibal, Luis Riaza, algunos de ellos temporalmente exiliados, tuvieron grandes dificultades para dar a conocer sus producciones.
De entre los autores que iniciaron o consolidaron su carrera en estos años de transición, mientras algunos como Álvaro del Amo o Vicente Molina Foix permanecieron fieles a procedimientos vanguardistas e innovadores, otros como Fermín Cabal, Fernando Fernán Gómez, Jesús Campos García y José Sanchís Sinisterra, mezclaron técnicas innovadoras con esquemas tradicionales del sainete, la farsa, el esperpento, la comedia de costumbres, el drama naturalista y el realismo poético y fantástico.
Aunque no son un autor individual, merece destacar en este apartado del teatro de experimentación al grupo La Fura dels Baus.
Entre los más favorecidos en esa línea estuvieron Ana Diosdado y Juan José Alonso Millán, cuyas "comedias de bulevar" iniciadas en la década de 1960 siguieron haciendo taquilla en los setenta y los ochenta.
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