Mary Smith se dirigió al Parlamento británico a principios del siglo XIX con una, hasta entonces, curiosa petición: alegaba que, como ella pagaba la misma cantidad de impuestos y debía acatar las mismas leyes que cualquier hombre, tenía el mismo derecho a elaborarlas eligiendo representantes. Este primer debate sobre el sufragio femenino terminó con la risa y la burla de algunos políticos que no imaginarían que, años más tarde, esa petición se convertiría en una realidad.

Hubo que esperar a que llegase 1860 para que el sufragio femenino ganase adeptas (y algún que otro adepto). La dificultad de sacar esta iniciativa adelante residía no sólo en los parlamentarios británicos sino también en una reina, Victoria, que no defendía el voto femenino a pesar de ser la persona más poderosa del reino (¡y mujer!). En 1867, aprovechando un resquicio electoral en la que se especificaba que los votantes debían ser men (hombres, pudiéndose entender en el sentido genérico de ser humano) y no males (varones), alguinas mujeres llegaron a aparecer en los censos electorales. Sin embargo, no sería hasta 1881 cuando se alcanzó uno de los primeros logros sufragistas: la isla de Man, dominio británico, concedía el voto a las mujeres viudas y solteras.

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